Y nada, que ella
se limitaba a no mirar mientras yo me quedaba ciego.
Como en esos
escalofríos de piel de gallina que no se sabe de donde vienen pero llegan, la
fui encontrando, poco a poco, pero de golpe.
No sabía atarse
las zapatillas, hacía nudos extraños mientras ocultaba sus pestañas en
enredaderas de colores apagados.
Sostenía un lazo
invisible en su sonrisa que se me ataba a la garganta y se me olvidaba
respirar.
“Me estaba
ahogando mientras ella me describía el agua”.
Y olía a desconocida
y a misterio, lo que hacía que yo me perdiera más y más al recuperar mi
aliento.
Bebía la cerveza
como nadie, a sorbitos lentos pero insaciables, y siempre que se ponía nerviosa
arrugaba la nariz como diciendo “aquí estoy yo y sé que puedes verme”.
¿Cómo no iba a
verla si la tenía delante hasta cuando cerraba las pupilas?
Y ella nunca se
cansaba, corría siempre pero no parecía tener prisa, no parecía saber a donde
iba.
Tenía unas manos
diminutas que no se, creo que ardían al tacto con otra piel y te quemaban vivo
y despellejaban desde dentro.
Siempre pensé que
eso era bueno, ahora creo que su piel odiaba mi piel y no debíamos habernos
tocado nunca.
Me quedan muchas
preguntas por hacerle, pero da igual porque ella siempre olvidaba darme
respuestas y lo seguirá haciendo.
Era como el
tiempo, que se va y no te das ni cuenta, y se fue pero aún la sigo viendo a
veces en los trocitos que me quedan de memoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario