Un instante de entendimiento.



Él quería poner el mundo a sus pies, pero los pies de ella querían pisar su mundo.
No se entendían, eso era lo más extraño. No es que fueran diferentes, que lo eran. Era que no se querían comprender. Cuando él quería algo, ella quería lo contrario. Pero les iba bien, habían empezado a acostumbrarse. Discutían cada día, cada instante de felicidad lo borraban con insultos tristes y desesperados. Pero eso lo hacía todo más interesante. Nunca se aburrían juntos, siempre encontraban algo que tirar a la cabeza del otro. Se dañaban mutuamente pero no se hacían daño.
Pero un día él empezó a quererla de una forma enfermiza. Una clase de amor de esos que son destructivos y posesivos. Pero la quería tanto… Necesitaba tenerla a su lado, mostrarle su mundo y que también fuera de ella. Tenía que hacerla feliz. Intentaba hacerla feliz. Pero nunca era suficiente.
Dejaron de discutir porque él ya no quería vivir de esa manera. Sólo quería hacerla reír pero ella ya no se reía nunca. Ella quería que volviera el de antes, su compañero de insatisfacciones. Pero ahora ya no había peleas y todo parecía tan monótono.
Una mañana ella se fue. Dijo que tenía que escapar de la pecera, que los dos juntos no cabían. Y se fue. Hizo la maleta y salió por la puerta.
Él sabía que no podía estar sin ella, pero juró que lo intentaría. Pasaron las semanas y él seguía extrañándola. Pero ella había rehecho su vida.
Se encontraron paseando por el centro. Ella ya no le quería, había conocido a otro y seguía discutiendo siempre que podía. A él le carcomieron los celos al verlos juntos. Era insoportable, no lograba entenderlo. Ella tenía que ser suya, no quería compartirla, no podía. La siguió hasta su nueva casa. El otro no vivía con ella. Espero pacientemente a que aquel intruso se marchara y llamó a la puerta. Ella abrió, semidesnuda. Él la deseaba, pero no había llamado a la puerta por eso. Entró. Le pidió un vaso de agua, aunque no tenía sed. Ella le llevó a la cocina. Él cogió un cuchillo que había sobre la mesa y la mató. Así, sin florituras ni adornos. No hace falta más. No se dijeron nada. Ella le miró y sonrió. La muerte era lo que había estado buscando y sólo él supo dársela.

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